Me levanté. El amanecer, trazaba una línea de luz naranja en el horizonte. Aquel, sería el último que vería desde mi ventana, en un largo periodo de tiempo. Observé la mochila y el pequeño bolso preparados desde la noche anterior. Dentro, estaba todo lo necesario para los 9 meses que duraría mi viaje. Un temor, como una contradicción, intentó boicotear mi partida. Sin dar tiempo a la duda, eché la mochila a mi espalda y agarré el bolso con una mano. Cerré la puerta con llave, retrocedí tres pasos y observé mi casa. Me despedí de ella como de un amigo y comencé a caminar.
Dejé atrás Magacela por el Camino Mozárabe de Santiago. El camino que, durante año y medio, había sido mi pista de entrenamiento. Ahora, deseaba avanzar, salir de aquellas tierras que tan bien conocía y acercarme a lo desconocido. Adelanté a una pareja de peregrinos belgas, cruzamos algunas palabras y seguí adelante. El peso de la mochila, clavaba mis pisadas en el polvo del camino. Más adelante, entre La Haba y Don Benito, un camino de tierra roja, ascendía por campos de trigo verde. Me detuve y miré hacia atrás. No lejos de allí, Villanueva de la Serena, mi ciudad y, un poco más alejado, Magacela, el pueblo en la sierra donde ahora vivo, se iban desdibujando, como un espejismo, bajo el cielo intenso de Extremadura.
Ahora sé, si el pecado existe, que pequé de frívolo e imprudente. Quería documentar el viaje como un profesional. Entre la mochila y el bolso, aparte de los enseres personales que llevaba, portaba un estudio móvil de televisión. O casi. Mi ambición por dar la mejor imagen, sobrevaloró mis condiciones físicas. Tal era el agobio, que apenas saqué fotos del camino, y antes de finalizar la etapa, mis músculos, a duras penas, podían desplazar mi cuerpo.
Llegué a Medellín con fuego en los hombros, un dolor opresivo en la espalda y ampollas gritando en los pies.