Me he levantado ilusionado y con ganas de acometer mi segunda etapa, pero al ponerme los zapatos, cientos de chinchetas se clavaron en mis talones. Apreté los pies hacia adelante encogiendo los dedos y salí del hostal en busca de las flechas amarillas que me indicaran el camino.
Dejé Medellín por el puente medieval y caminé hasta Yelbes por carretera. En el camino, una scooter paró a mi lado. El chico que la conducía, se ofreció a llevarme en ella hasta el pueblo. Decliné la invitación aunque mis pies me suplicaban hacer lo contrario. Crucé el pueblo. En los siguientes 14 kilómetros, anduve mendigando una sombra, pero ningún árbol quiso acercarse a mí. Tras una curva, casi ocultas por la maleza ribereña, las aguas del río Búrdalo, pasaban por encima del camino. Dejé la mochila en la orilla, me descalcé y metí los pies en el agua. Un leve ruido creció como un trueno. Un tractor se aproximaba por la orilla de enfrente cruzando el río en mi dirección. El conductor me invitó a subir al remolque y, yendo marcha atrás, me dejó en la otra orilla. Continué mi camino entre muchas hectáreas de tomatales recién sembradas.
Comí en San Pedro de Mérida en un bar de carretera. Cuándo terminé, con la dignidad que pude, me colgué la mochila. Después, en los 6 kilómetros que anduve junto a la autovía, las matemáticas jugaron un papel importante en el camino. Mi mente, para entretener mi cuerpo, jugaba con los números. Igual restaba los metros que avanzaba, de la distancia total que me quedaba, que sumaba los gramos que podían pesar cada una de las cosas que portaba y, de las que sin perjuicio para mi viaje ¿por qué no? podría deshacerme. Me sorprendió que ese pensamiento, fuera bálsamo y aliento para continuar.
Creo que cuando llegué a Trujillanos, pensaba en los milímetros que habría crecido cada ampolla, pero iba tan cansado, que no recuerdo bien. En el jardín del albergue, sentado en un amplio sillón a la sombra de una encina, un hombre corpulento con un pañuelo pirata a la cabeza, me miraba condescendiente.